Cuando vivía en la casa de mi abuela, mi habitación estaba en el segundo piso, tenía un ventanal enorme que miraba de frente al patio en donde mi abuela tenía decenas de macetas con plantas de ornato y algunas jardineras con árboles frutales.
Justo debajo de mi ventana había una jardinera con un ciruelo que daba dulces frutos rojos los veranos.
El ciruelo enfermó repentinamente y el árbol murió, secándose por completo. Fue entonces que mi abuela, aun no se si por descuido o por decisión que arrojó unas semillas de maracuya en la jardinera.
Rápidamente las semillas dieron origen a una enredadera enorme, que subió por el tronco del árbol marchito hasta mi ventana, cubriendo a totalidad los barrotes de la protección.
Para mi, en esa época no había nada más hermoso que despertar cada mañana con la imagen de esas hojas cubiertas de rocío.
Pronto, en el espacio que se hacia entre los barrotes, las cholinas anidaron, yo estaba fascinado viendo como esas aves, generalmente tímidas, empollaban a su futura prole frente a mi, solo separados por el vidrio de la ventana.
Cuando la enredadera comenzó a florear, el aroma a maracuya invadía mi alcoba, despertar era algo increíble, llenando mis pulmones con ese olor. Mirar por la ventana era mi primera parada obligada al comenzar el día. No sólo por las cholinas con sus polluelos, ni el rocío sobre las hojas, sino también por mirar las flores. Esas flores blancas de pétalos largo separados uno de otro y de brillantes pistilos, dorados, tan exuberantes, como la vida misma, reflejando los rayos del sol matinal.
Con las flores nuevos visitantes se hicieron presentes. Los colibríes se alimentaban en los largos pistilos y las mariposas, ¡Por Dios!, no recuerdo nunca haber visto tantas, cubrían toda mi ventana… y eran tantos los colores, volando, era un kaleidoscopio viviente, era alucinante verlas danzar, revoloteando a centímetro de mis ojos. Ese espectáculo me absorbía tanto que a veces perdía la noción del tiempo y consecuentemente, llegaba tarde a mis deberes.
Las mariposas depositaban sus huevecillos, algunos diminutos color ocre, otros más grandes marmoleados en diferentes tonos de verde y otros más, negros y achatados, siempre en la parte posterior de las hojas.
Era cuestión de días ver a las orugas caminando por la enredadera, alimentándose vorazmente de las hojas. Viendo los colores y los dibujos a lo largo del cuerpo de estas, podrías casi adivinar como serían después de la metamorfosis. Aunque no todas las orugas se convertirían en capullos, pues las cholinas, los tordos, arañas y lagartijas se alimentaban de ellas. A final de cuentas, todo esto era parte del ciclo.
Las flores perdían su esplendor para transformarse en frutos que crecían brillantes, venciendo a la enredadera con su peso.
Mi abuela decía que no había que cortarlos, que estarían listos cuando se desprendieran. Y un día nos vimos recogiendo las maracuyas amarillas. Mi abuela las tomó llevándolas a la cocina donde las lavó, las partió por mitad y extrajo la pulpa.
Aquella tarde durante la comida disfrute por primera vez un vaso de agua fresca de los frutos de mi ventana.
Justo debajo de mi ventana había una jardinera con un ciruelo que daba dulces frutos rojos los veranos.
El ciruelo enfermó repentinamente y el árbol murió, secándose por completo. Fue entonces que mi abuela, aun no se si por descuido o por decisión que arrojó unas semillas de maracuya en la jardinera.
Rápidamente las semillas dieron origen a una enredadera enorme, que subió por el tronco del árbol marchito hasta mi ventana, cubriendo a totalidad los barrotes de la protección.
Para mi, en esa época no había nada más hermoso que despertar cada mañana con la imagen de esas hojas cubiertas de rocío.
Pronto, en el espacio que se hacia entre los barrotes, las cholinas anidaron, yo estaba fascinado viendo como esas aves, generalmente tímidas, empollaban a su futura prole frente a mi, solo separados por el vidrio de la ventana.
Cuando la enredadera comenzó a florear, el aroma a maracuya invadía mi alcoba, despertar era algo increíble, llenando mis pulmones con ese olor. Mirar por la ventana era mi primera parada obligada al comenzar el día. No sólo por las cholinas con sus polluelos, ni el rocío sobre las hojas, sino también por mirar las flores. Esas flores blancas de pétalos largo separados uno de otro y de brillantes pistilos, dorados, tan exuberantes, como la vida misma, reflejando los rayos del sol matinal.
Con las flores nuevos visitantes se hicieron presentes. Los colibríes se alimentaban en los largos pistilos y las mariposas, ¡Por Dios!, no recuerdo nunca haber visto tantas, cubrían toda mi ventana… y eran tantos los colores, volando, era un kaleidoscopio viviente, era alucinante verlas danzar, revoloteando a centímetro de mis ojos. Ese espectáculo me absorbía tanto que a veces perdía la noción del tiempo y consecuentemente, llegaba tarde a mis deberes.
Las mariposas depositaban sus huevecillos, algunos diminutos color ocre, otros más grandes marmoleados en diferentes tonos de verde y otros más, negros y achatados, siempre en la parte posterior de las hojas.
Era cuestión de días ver a las orugas caminando por la enredadera, alimentándose vorazmente de las hojas. Viendo los colores y los dibujos a lo largo del cuerpo de estas, podrías casi adivinar como serían después de la metamorfosis. Aunque no todas las orugas se convertirían en capullos, pues las cholinas, los tordos, arañas y lagartijas se alimentaban de ellas. A final de cuentas, todo esto era parte del ciclo.
Las flores perdían su esplendor para transformarse en frutos que crecían brillantes, venciendo a la enredadera con su peso.
Mi abuela decía que no había que cortarlos, que estarían listos cuando se desprendieran. Y un día nos vimos recogiendo las maracuyas amarillas. Mi abuela las tomó llevándolas a la cocina donde las lavó, las partió por mitad y extrajo la pulpa.
Aquella tarde durante la comida disfrute por primera vez un vaso de agua fresca de los frutos de mi ventana.
3 comentarios:
Buena narracion, bien ambientada, se disfruta la atmosfera. Cielo
felicidades!!! Mike excelente!!
enhorabuena
¡Delicioso relato!
Le entran a uno, unas ganas de sembrar maracuyás pero ya.
ñ_ñ
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